A Jaime Menchén
“Así que este es el mentado Río Bravo”, dice uno de los policías estatales. Se han acercado en tiempo récord, dos minutos después del turista. Una verja estadounidense al otro lado, a unos trescientos metros. Quizá mida cuatro. Entre orillas, unos treinta, la edad del turista. “El men-ta-do Río Grande, a su paso por Matamoros”, dice el otro estatal, y mira por el rabillo del ojo, gallináceo, al turista. Este pudo aventarse al agua, que discurre verde, y metamorfosearse en migrante. Por normalidad, se acerca a un cartel. Está en blanco. “¿Al revés?”, se pregunta. Lo rodea y la otra cara… También blanca. Doble blancura, repelente de luz, disipadora del atrás y del adelante, como cuando no reconocemos el rostro de ayer.
Nada anuncia el mirador, salvo un farol del que hay amarrado un borrego. El farol, de noche, ilumina el mirador y las aguas verdosas del río. Pero el fondo del río, nunca iluminado. El borrego, cuando el turista llega, lo embiste. Su amarre mide lo justo para creer que lo logrará, pero se quema el pescuezo intentándolo. Cuando los polinegros llegan, el borrego se calma, perruno. Le platican con domesticidad, dos van hacia el turista para, probablemente, hablarle igual. Este piensa aventar una piedra al río, para ver los círculos tras los saltos. Pero como no quiere agacharse, saca su cel del bolsillo y amaga. Entonces, uno de los estatales dice lo del río.
En la colonia, casas bajas y algunas de madera. Mal fraccionado. Las construcciones cercadas, crecidas a lo largo, hacia su fondo, como vagones, mejor que a lo ancho o hacia arriba. Los baldíos como espaldas de un algo subterráneo que emerge por poco. Los baldíos, como el gigante de los cuentos, siempre sestean y obligan a caminarlos en silencio, por peligro o porque no hay mucho que decir. Se suponen terrenos federales, pero si las leyes urbanísticas se cumplen como en otros lugares matamorenses, entonces… Un vestido agujereado con bolsillos rotos, eso necesitaría menos parches que esta legislación urbanística.
Algunos lugareños saludan al turista. No le dan la importancia de la que, efectivamente, carece. “De Mauro, en mi opinión, no sabía nada particularmente comprometedor, simplemente debió decir algo que podía dejar sospechar que él conocía cosas de otra envergadura”, decía, sobre un periodista italiano asesinado, Leonardo Sciascia en una de sus entrevistas de 1979 con Marcelle Padovani. En muchas ocasiones los malentendidos juegan entre sí al tenis, pero en el intercambio de golpes las reglas mudan y la misma cancha se torna balacera.
El turista camina leve, como cháchara o tiliche rodante. Otros que lo contemplan, cuando van a recibir las buenas tardes, le voltean la cara, como moviendo el copete hacia el fondo de las casas, como si, desde allí, los llamasen los habitantes verdaderos de esta tierra y del río. Les dicen: “Quizá los mejores tiempos ya pasaron”. “¡Qué europeos decadentes son tales ‘habitantes verdaderos’!”, se mofa el turista.
La calle Séptima se termina en un murito, que cubre, un poco con pena, el río. Ante el murito, en medio de la poca nada del lugar, un hombre, de unos setenta, sentado en una silla al sol. El viejo ni se inmuta cuando el turista pasa por su lado. La silla es como una semilla cuyo fruto es ese señor, como un ser del Bestiario de Andrés Rábago. El turista se mete por uno de los agujeros del murito sin que la semilla abra boca u ojos. Tras atravesarlo, el mentado río. “¿Habrá algún mirador o algo así?”, se pregunta el turista, sin ánimo por toda la basura, la ropa y los botones que pisa y por las revistas tiradas allí, montones de Vertical amarilloverdosas, con portadas de verdad hiperrealista & hipernormalizada: “Torso en el fondo del río con manos entrelazadas sobre el pecho”. Entonces, lo asusta el válido.
Cuando se baja de la cruz y deja el disfraz, el turista lo saluda y lo invita a unas chelas en Mi Pueblito. Su acompañante le explica cómo llegar al río desde el centro. Manos entrelazadas sobre el pecho, largos parpadeos, otean el zapeo de meseros: “¡Odio la simetría!”, exclama un personaje de El fantasma de la libertad (Luis Buñuel, 1974). “¿Has visitado el Mouline Rouge?”, pregunta su acompañante. “Es que está de camino al río y si eres turista, ¡pues de algo tendrás que platicar, güey, cuando te regreses!”, concreta. Entonces, el turista se percata, por fin, de que su acompañante es el guía de un museo que visitó ayer.
“¿Estará cerca el río?”, se pregunta el turista, mientras camina por la plaza de armas. Inquiere a los arremolinados en la recreación del viacrucis. Sentado en una silla de plástico, túnica blanca, el que hace de Señor fuma. Agüitado porque una de las organizadoras le ha gritado que -al menos- se quitara la corona de espinas mientras tanto, mantiene los ojos pegados al suelo, no sea que al despegarlos se le descosan como botones. Al turista le suena, pero no recuerda de qué, no recuerda, no recuerda ni lo que hizo ayer.