Como ha quedado demostrado, la cultura política no cambia de la noche a la mañana. Es un proceso en el que se conforman identidades políticas, producto de percepciones, valores y creencias de las comunidades. El presidencialismo mexicano no solo es una forma de gobierno que tiene un fuerte asidero en la realidad, sino que hace parte de la identidad y forma de ver el mundo político de nuestra sociedad.
Desde luego que el presidencialismo, como forma de percibir el universo político y, sobre todo, los problemas de la vida pública y las vías de resolución, implica que la sociedad otorgue amplios poderes, formales e informales, a quien o quienes ocupan la titularidad del Poder Ejecutivo. En esta forma de gobierno, a diferencia del parlamentarismo o el semipresidencialismo, las decisiones y responsabilidades de gobierno se depositan en una persona. Por ello, a las facultades formales que surgen en razón del cargo, se suman las metaconstitucionales, es decir, aquellas no estipuladas en las normas pero que en la práctica aumentan el poder decisorio del titular del Ejecutivo en turno.
Como sabemos, a partir del gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), se impuso un nuevo modelo de desarrollo (conocido como Neoliberal), en el que entre otras características se redujo notablemente la participación del sector gubernamental en la economía. Se dijo que el Estado era un pésimo administrador y que el sector productivo debería ser facultad exclusiva de los inversionistas privados. Se sanearon empresas públicas y se entregaron a los dueños privados del dinero.
Lo interesante es que, pese a que el desmantelamiento del sector paraestatal gubernamental se llevó a cabo de manera sistemática durante los últimos treinta años, el presidencialismo siguió concentrando el poder decisorio en una persona. Los años cuando este fenómeno resultó más claro fueron durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Con la agudeza que le caracterizaba, Carlos Monsiváis sintetizó el proceso de la siguiente manera; “En México, a menor Estado hemos tenido mayor presidencialismo”. Lo que informaba de que la centralidad del presidente no estaba en cuestión, sino el desmantelamiento del Estado interventor.
Pese a que, durante los gobiernos siguientes, sobre todo en los de Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón se habló de un “acotamiento” de las facultades metaconstitucionales del presidente, lo cierto es que su preeminencia sobre los poderes Legislativo y Judicial, siguió siendo una realidad. El redimensionamiento de dicho poder llegó bajo la presidencia de Enrique Peña Nieto. De la manera más clásica y tradicional, Peña Nieto regresó a las viejas formas de ejercer el poder. Nada parece haber escapado a sus decisiones.
Para el imaginario colectivo, el presidente lo puede todo, está en todo y lo sabe todo. Es omnipotente y omnisciente. Nuestra cultura política se finca en esta creencia en la que se espera todo del Ejecutivo en turno. Hay, por esa concentración del poder, razones que abonan a continuar con esta forma de concepción social. El gran problema es que cuando se quieren acotar las facultades presidenciales y permitir un equilibrio de poderes, al parecer nadie lo cree. Se sigue pensando que es una falta grave que el presidente se niegue a dar una respuesta ante alguna coyuntura o resuelva un asunto urgente de cualquier índole. Es él quien dispensa todo tipo de favores y de soluciones.
La cultura política se transforma mediante un largo proceso de cambios, retrocesos y eventos disruptores. En nuestro caso, pese a los avances, la forma de gobierno no ha transitado hacia un semipresidencialismo que podría marcar la pauta para dar lugar a nuevas prácticas gubernamentales que permitieran una mayor participación y responsabilidad social frente a la complejidad del poder político, y en el que la obligación de resolver todos los problemas no dependiera de un solo hombre.